viernes, 9 de agosto de 2013

Algunas notas sobre la ley de muerte digna

El misterio sobre la vida y la muerte es un enigma que acompaña al hombre desde siempre. No obstante, retrasar la muerte de modo indefinido y despersonalizado, provoca la distorsión del objetivo mismo de la medicina.
Marisa Aizenberg

Albert Camus en su obra “La Peste”, nos invita a una interesante reflexión: plantea que la mejor manera de conocer a una sociedad es observar como en ella se ama y como en ella se muere.

Y en este sentido, el misterio sobre la vida y la muerte rodea al hombre desde tiempo inmemorial. Los entierros se realizaban con objetos que acompañarían el paso al más allá. Las ceremonias y rituales fúnebres se conservan hasta nuestros días.

Pero también el desarrollo científico en general, y fundamentalmente el avance tecnológico en el área médica, está ejerciendo un fuerte impacto en nuestro modo de vida, hasta el punto de modificar su curso. Hoy la ciencia tiene la posibilidad de intervenir en la forma en que se nace y en la manera en que se muere.

Sin duda, los avances a los que hacemos referencia nos han permitido mejorar los estándares, expectativas y calidad de vida, así como curar o dar sobrevida a personas con enfermedades antes mortales.

Pero también, permitieron generar un imaginario colectivo que comenzó a pensar en la muerte como el sentido negativo de la vida, como su contracara; y a la vida como la única opción posible y válida, aislada del proyecto referencial y valorativo de cada persona. Sin embargo, ello no ha sucedido así a lo largo de la historia de la humanidad; en la baja Edad Media por ejemplo, el final de la vida adquiría, para los guerreros una connotación heroica, mientras que el resto de la sociedad lo aceptaba con resignación, en sus hogares y en compañía de las familias.

Ahora bien, retomando el análisis vinculado al progreso de las ciencias, observamos un alarmante incremento de casos en los que se adoptan medidas de diagnóstico o tratamiento desproporcionadas para enfermedades en su fase terminal. Esta indicación, en ocasiones inapropiada o fútil, abre paso al llamado encarnizamiento terapéutico o sobreprestación médica y tiene como único objetivo retrasar un hecho seguro, la muerte.

En este marco nos parece acertado preguntarnos, si el uso del arsenal tecnológico disponible resulta un fin en si mismo o debe ser un medio que sirva a los efectos de dar cumplimiento a una planificación terapéutica establecida y consensuada entre el equipo de salud y el paciente.

Surge así el planteo de una nueva paradoja en los tiempos de la postmodernidad, donde la tiranía impuesta por el uso de la tecnología puede provocar situaciones rayanas a la deshumanización y conducir a la necesidad del dictado de normas que nos protejan del uso tecnológico abusivo.

Son épocas de relaciones complejas, tanto para el equipo de salud como para el paciente y sus familiares. Los tiempos del diálogo y de profuso interrogatorio se han acortado; la hegemonía del saber medico –no sin resistencias- va dando paso al derecho a la información y al ejercicio de la autonomía personal, plasmados hoy en la Ley Nº 26.529 (B.O. 19/11/2011) de Derechos del Paciente, modificada muy recientemente por la Ley Nº 26.742 (B.O. 24/05/ 2012). Esta última norma incorpora la posibilidad de que un paciente con una enfermedad irreversible, incurable o que se encuentre en estadio terminal, pueda rechazar los procedimientos y medidas propuestas cuando sean extraordinarias o desproporcionadas en relación con la perspectiva de mejoría, o produzcan un sufrimiento desmesurado. También podrá rechazar procedimientos de hidratación o alimentación cuando los mismos produzcan como único efecto la prolongación en el tiempo de ese estadio terminal irreversible o incurable.

Debo aclarar que según mi opinión, la Ley Nº 26.529 en su redacción original y aún encontrándose pendiente de reglamentación, resultaba -a pesar de sus defectos terminológicos y de redacción- una norma que con mayor amplitud daba respuesta a los requerimientos que nos encontramos analizando. Entendemos que las razones que justificaron la modificación sancionada obedecen en buena medida a las discusiones que se promovieron a partir de la de ciertos casos que tomaron estado público, y no se resolvieron en el ámbito de las organizaciones de salud, cómo hubiera correspondido.

En suma, a partir de la sanción de esta norma, se ha consagrado en nuestro derecho vigente, la posibilidad de poder elegir -por sí o por los representantes habilitados al efecto-, las condiciones en que se desea o no vivir el proceso de una enfermedad irreversible, incurable o terminal y rechazar aquellos tratamientos extraordinarios o desproporcionados en relación a la mejora producida, incluyendo la posibilidad de rechazar medios de hidratación o alimentación cuando su efecto sea prolongar el tiempo de la enfermedad.

El derecho a una vida digna, el respeto del hombre, comprende necesariamente su etapa final y una muerte digna.

Estos son los cambios culturales a los que asistimos, que conviven con viejas prácticas sociales. Aún hoy, ciertas patologías como el cáncer, son nominadas con eufemismos tales como “una larga y penosa enfermedad”. Los pacientes tienen dificultades para aceptar el proceso de morir. Los familiares prohíben a los médicos tratantes la comunicación del hallazgo al paciente y el propio equipo de salud encripta su lenguaje con siglas, al solo efecto de evitar que el paciente comprenda su diagnóstico.

Judicialización y el avance tecnológico

La llamada judicialización de la salud es un término que refiere al aumento de las demandas y reclamaciones vinculadas con la actividad asistencial, que ha generado la reacción por parte del equipo sanitario que se ha visto en la necesidad de blindar su actuación profesional, dando lugar a un fenómeno característico de éstas últimas décadas, la “medicina defensiva”, que ha aumentado no solo los costos de la atención de salud sino que introdujo nuevos riesgos, con la finalidad de evitar los perjuicios derivados de una potencial acción judicial.

Esta situación, per se compleja, sumada a los avances producidos en materia tecnológica en el ámbito de las ciencias medicas, provocó un cambio en la relación de la tríada conformada por el equipo médico, el paciente y su familia y profundizó su distanciamiento.

La decisión de someterse a tratamientos extraordinarios, que no curan ni alivian tan siquiera el dolor de una persona y solo logran prolongar su proceso hacia la muerte, resulta absolutamente íntima, personalísima, y no tiene porqué trascender. Se trata, en definitiva, del pleno ejercicio del derecho a la autodeterminación.

Por eso decimos que la confrontación, que traspasa las paredes de un consultorio o un centro asistencial para llegar a la justicia, debe reconocer el fracaso de las instancias y las alarmas que debieran estar presentes antes que ello ocurra.

Retrasar la muerte de modo indefinido y despersonalizado, provoca la distorsión del objetivo mismo de la medicina, que no es la prolongación indefinida de la vida sino, en principio, la prevención, promoción y recuperación de la salud y la calidad de vida.
En este sentido, resulta soberana la decisión de cada persona para aceptar o rechazar un determinado acto médico. El paciente es el árbitro único e irremplazable en esta decisión, aun cuando medie amenaza de vida, en función de su derecho personalísimo a la autodeterminación y a disponer sobre su propio cuerpo.

La Ley Nº 26.742 refuerza estos conceptos al aceptar que no pueda imponerse obligatoriamente un determinado tratamiento, ya que ello implica una invasión a la esfera íntima y personalísima, vinculada a su proyecto autorreferencial de vida, que posee su propio conjunto de principios, creencias y valores. Como se resaltara en el transcurso del debate parlamentario, resulta primordial y fundante garantizar el respeto por el ser humano, aún durante su proceso de muerte, lo contrario implicaría avalar metodologías que han provocado serios retrocesos a la humanidad.

Los avances y progresos a los que nos henos referido, se revelan mucho más expansivos en corto tiempo y es indudable su impacto sobre el mundo jurídico. En el plano normativo, las leyes no alcanzan a captar y adecuarse a estos rápidos cambios y allí aparecen dilemas que enfrentan a los sistemas de salud y de justicia junto al derecho. Problemas relacionados con la accesibilidad, disponibilidad, equidad, garantías, recursos, equidad, racionalidad, efectividad entran en colisión y desatan conflictos que no siempre son resueltos en los ámbitos adecuados.

El Derecho de la Salud, como disciplina autónoma nos realiza un ofrecimiento generoso desde donde articular el diálogo y el compromiso, en el convencimiento de que un nuevo paradigma de bienestar humano es posible, para avanzar en la construcción de una sociedad mas igualitaria, que refleje la responsabilidad que se requiere para hacer efectivos los derechos y libertades del conjunto de la ciudadanía.

Se ha iniciado un camino que debemos saber transitar. Los cuidados paliativos son una deuda pendiente que deberá complementar el proceso de muerte digna.

Y la Universidad tiene un rol muy importante en este sentido y así lo entendemos en el Observatorio de Salud de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, que se encuentra trabajando en este rumbo, partiendo de considerar a la salud como un derecho humano fundamental.


Nuestra recompensa será sustentar el derecho a una vida digna. Es decir, una vida que valga la pena ser vivida.

Fuente: Revista Rsalud