Las nuevas posibilidades de procrear que ofrece la ciencia
abren debates difíciles y plantean desafíos legales que todavía no tienen
respuesta.
Foto: Eulogia Merle |
Como técnica de fertilización asistida, la maternidad
subrogada permite formar una familia a parejas de un mismo sexo, a hombres
solos y a mujeres solas o parejas que padecen problemas de infertilidad. Es
decir, es una técnica que da respuestas a deseos y necesidades muy profundas de
las personas. Y salvo para posiciones muy conservadoras, estas técnicas son
valoradas y bienvenidas.
No obstante, se plantean dilemas y desafíos que obligan a
analizar cada uno de los componentes de esta práctica.
En primer lugar, la maternidad subrogada plantea una
novedad: combina un nuevo contrato social con una técnica de reproducción
asistida. Y puede realizarse de manera altruista o comercial. Además, puede
abarcar desde la inseminación artificial con el propio óvulo de la mujer
gestadora hasta la transferencia de embriones no relacionados genéticamente por
una fertilización asistida que puede realizarse a través de una ICSI (una
inyección de un espermatozoide en el citoplasma de un óvulo) o a través de una
fertilización in vitro.
Cada una de estas prácticas suscita problemas diferentes.
Gestar el embrión de otra pareja no conlleva las implicancias que tiene que la
mujer gestadora aporte el propio óvulo. En la segunda opción, se plantea la
posibilidad de incrementar los vínculos emocionales durante la gestación y la
posterior entrega del bebe. Frente a ello, algunos centros directamente la
descartan.
Otro tipo de desafío se plantea cuando se utilizan gametos (óvulos
o espermatozoides) donados. Como en cualquier otra técnica de reproducción
asistida con donación de gametos, una de las cuestiones que surge es la del
derecho a la identidad del niño que nacerá. Llamativamente este problema es
silenciado en nuestro país, donde, por ejemplo, no existe un registro único de
donantes. En la Argentina, cada centro particular mantiene los datos, con el
consiguiente riesgo de que se pierda la información cuando esos centros
cierren. Y se trata de información que muchas veces puede necesitarse décadas
más tarde.
Dado que para muchas personas nacidas gracias a estas
técnicas es importante poder acceder a los datos sobre sus orígenes, Inglaterra
y Suecia, entre otros países, no adhieren al requisito de anonimato de los
donantes. Además, a nivel internacional existen diferentes tipos de registros
privados y públicos que promueven la transparencia y la honestidad y vinculan a
estas personas con sus donantes. En la Argentina, en los últimos años han
surgido los programas de identidad abierta (PIA), que por un costo adicional
mantienen información de los donantes. Sin embargo, esto no puede quedar
librado al deseo del consumidor o de la clínica privada. Responder
adecuadamente a este desafío (teniendo en cuenta el mejor interés del niño y
sus necesidades identitarias y psicológicas) es una asignatura pendiente en
nuestro país.
Uno de los puntos delicados de la maternidad subrogada es
que puede realizarse de manera altruista o comercial. En general, hay consenso
en considerar el modelo altruista éticamente aceptable: implica ayudar de forma
desinteresada a una mujer o a un hombre o a una pareja a tener un hijo. En la
modalidad altruista, quienes llevan el embarazo suelen ser hermanas, madres o,
en algunas circunstancias, amigas que se ofrecen como voluntarias para gestar
el bebe de su familiar o amigos con problemas.
La mayor parte de las críticas a la maternidad subrogada se
dirigen a la modalidad comercial, ya que involucra una mercantilización de la
gestación. Por un lado se plantea un problema de justicia. Es una opción sólo
para los privilegiados que pueden costearla (requiere el pago de sumas
elevadas). Pero, además, genera la posibilidad de explotación de mujeres de
menores recursos, sobre todo en países en desarrollo, en donde la desigualdad
impera y las condiciones de vida pueden resultar muy difíciles. En estos
países, son las mujeres de escasos recursos quienes se someten a estas técnicas
por necesidad.
Esto abre una compleja polémica. Hay quienes argumentan
sobre el derecho de la mujer a disponer de su propio cuerpo. Señalan que se
trata de mujeres que tuvieron experiencias positivas en los embarazos y que
esta práctica les permite modificar sus vidas cotidianas (pagar un adelanto
para comprar un terreno o una casa, costear los estudios de los hijos, etc.).
Sin embargo, lamentablemente, no siempre es así y lo que finalmente reciben
estas mujeres es muy poco, dado que quienes terminan haciendo buenos negocios
son los intermediarios. Una rápida recorrida por Internet muestra empresas que
ofrecen esta técnica en México, Ucrania, Georgia (en estos países, los valores
van de 35.000 a 45.000 euros), en Estados Unidos (con precios que oscilan entre
los 80.000 y los 120.000 euros) o en Canadá (donde supuestamente sólo se acepta
el modelo altruista, pero se ofrecen estos servicios con gastos que van de
50.000 a 90.000 euros).
Indudablemente se trata de un negocio próspero y
floreciente. La respuesta automática ante este problema consiste en prohibir
esta modalidad. Pero la cuestión no se soluciona tan fácilmente. Vivimos en un
mundo globalizado con acceso a Internet en donde no sólo se difunden múltiples
ofertas, sino que se promueve este tipo de reproducción. Prohibir la técnica en
un país no termina con el problema, ya que debería haber un consenso
internacional al respecto, y esto es prácticamente imposible. Prohibir lo único
que parece lograr es un mercado negro o la mudanza a otro país frecuentemente
con peores condiciones para las mujeres portadoras. Esto fue lo que sucedió en
la India: cuando en 2015 reguló e introdujo restricciones a los pedidos
internacionales generó que el negocio migrara a Nepal.
Así, hay quienes abogan por una concientización de los
problemas que la comercialización de esta técnica implica para lograr así una
disminución en la demanda. Pero la estrategia parece condenada al fracaso, ya
que resulta muy difícil, si no imposible, autolimitar el propio interés en
sociedades que permanentemente promueven la satisfacción inmediata de todo
deseo.
Otros prefieren abogar por una regulación que trate el
problema en términos de leyes laborales estipulando condiciones para llevar a
cabo este servicio. La idea es evitar conductas explotadoras y buscar una
adecuada protección de las mujeres gestadoras. Respuesta que, por un lado, no
todos comparten y que, por otro, resulta muy complicada de implementar.
No menores son los desafíos cuando surgen problemas
inesperados (bebes con enfermedades o algún serio problema de salud de la
mujer) para los cuales los involucrados no están preparados y muchas veces no
quieren hacerse cargo de la situación. Algunos de estos casos terminan en las
cortes judiciales. El problema es que en el medio de la batalla legal quien
queda olvidado es el niño. Aunque seguramente no está en la intención de los
involucrados, los niños terminan siendo tratados, quizás inconscientemente,
como commodities que pueden comprarse o venderse, y esto tiñe conductas y
expectativas.
Lo que no debería perderse de vista en el debate sobre el
tema es que la implementación de esta práctica debe proteger a todos los
involucrados, pero especialmente a dos actores que pueden ser dañados o
tratados de manera injusta e inapropiada: los niños que nacerán y las mujeres
que llevan a cabo la gestación. ¿Podremos en tanto sociedad dar una buena
respuesta a estos desafíos?
Fuente: La Nación - Por Florencia Luna - Directora de la Maestría Bioética (Flacso), investigadora principal (Conicet)