martes, 8 de agosto de 2017

Los dilemas éticos de la maternidad subrogada

Las nuevas posibilidades de procrear que ofrece la ciencia abren debates difíciles y plantean desafíos legales que todavía no tienen respuesta.

Foto: Eulogia Merle
Como técnica de fertilización asistida, la maternidad subrogada permite formar una familia a parejas de un mismo sexo, a hombres solos y a mujeres solas o parejas que padecen problemas de infertilidad. Es decir, es una técnica que da respuestas a deseos y necesidades muy profundas de las personas. Y salvo para posiciones muy conservadoras, estas técnicas son valoradas y bienvenidas.

No obstante, se plantean dilemas y desafíos que obligan a analizar cada uno de los componentes de esta práctica. 

En primer lugar, la maternidad subrogada plantea una novedad: combina un nuevo contrato social con una técnica de reproducción asistida. Y puede realizarse de manera altruista o comercial. Además, puede abarcar desde la inseminación artificial con el propio óvulo de la mujer gestadora hasta la transferencia de embriones no relacionados genéticamente por una fertilización asistida que puede realizarse a través de una ICSI (una inyección de un espermatozoide en el citoplasma de un óvulo) o a través de una fertilización in vitro.

Cada una de estas prácticas suscita problemas diferentes. Gestar el embrión de otra pareja no conlleva las implicancias que tiene que la mujer gestadora aporte el propio óvulo. En la segunda opción, se plantea la posibilidad de incrementar los vínculos emocionales durante la gestación y la posterior entrega del bebe. Frente a ello, algunos centros directamente la descartan. 

Otro tipo de desafío se plantea cuando se utilizan gametos (óvulos o espermatozoides) donados. Como en cualquier otra técnica de reproducción asistida con donación de gametos, una de las cuestiones que surge es la del derecho a la identidad del niño que nacerá. Llamativamente este problema es silenciado en nuestro país, donde, por ejemplo, no existe un registro único de donantes. En la Argentina, cada centro particular mantiene los datos, con el consiguiente riesgo de que se pierda la información cuando esos centros cierren. Y se trata de información que muchas veces puede necesitarse décadas más tarde.

Dado que para muchas personas nacidas gracias a estas técnicas es importante poder acceder a los datos sobre sus orígenes, Inglaterra y Suecia, entre otros países, no adhieren al requisito de anonimato de los donantes. Además, a nivel internacional existen diferentes tipos de registros privados y públicos que promueven la transparencia y la honestidad y vinculan a estas personas con sus donantes. En la Argentina, en los últimos años han surgido los programas de identidad abierta (PIA), que por un costo adicional mantienen información de los donantes. Sin embargo, esto no puede quedar librado al deseo del consumidor o de la clínica privada. Responder adecuadamente a este desafío (teniendo en cuenta el mejor interés del niño y sus necesidades identitarias y psicológicas) es una asignatura pendiente en nuestro país.

Uno de los puntos delicados de la maternidad subrogada es que puede realizarse de manera altruista o comercial. En general, hay consenso en considerar el modelo altruista éticamente aceptable: implica ayudar de forma desinteresada a una mujer o a un hombre o a una pareja a tener un hijo. En la modalidad altruista, quienes llevan el embarazo suelen ser hermanas, madres o, en algunas circunstancias, amigas que se ofrecen como voluntarias para gestar el bebe de su familiar o amigos con problemas.

La mayor parte de las críticas a la maternidad subrogada se dirigen a la modalidad comercial, ya que involucra una mercantilización de la gestación. Por un lado se plantea un problema de justicia. Es una opción sólo para los privilegiados que pueden costearla (requiere el pago de sumas elevadas). Pero, además, genera la posibilidad de explotación de mujeres de menores recursos, sobre todo en países en desarrollo, en donde la desigualdad impera y las condiciones de vida pueden resultar muy difíciles. En estos países, son las mujeres de escasos recursos quienes se someten a estas técnicas por necesidad.

Esto abre una compleja polémica. Hay quienes argumentan sobre el derecho de la mujer a disponer de su propio cuerpo. Señalan que se trata de mujeres que tuvieron experiencias positivas en los embarazos y que esta práctica les permite modificar sus vidas cotidianas (pagar un adelanto para comprar un terreno o una casa, costear los estudios de los hijos, etc.). Sin embargo, lamentablemente, no siempre es así y lo que finalmente reciben estas mujeres es muy poco, dado que quienes terminan haciendo buenos negocios son los intermediarios. Una rápida recorrida por Internet muestra empresas que ofrecen esta técnica en México, Ucrania, Georgia (en estos países, los valores van de 35.000 a 45.000 euros), en Estados Unidos (con precios que oscilan entre los 80.000 y los 120.000 euros) o en Canadá (donde supuestamente sólo se acepta el modelo altruista, pero se ofrecen estos servicios con gastos que van de 50.000 a 90.000 euros).

Indudablemente se trata de un negocio próspero y floreciente. La respuesta automática ante este problema consiste en prohibir esta modalidad. Pero la cuestión no se soluciona tan fácilmente. Vivimos en un mundo globalizado con acceso a Internet en donde no sólo se difunden múltiples ofertas, sino que se promueve este tipo de reproducción. Prohibir la técnica en un país no termina con el problema, ya que debería haber un consenso internacional al respecto, y esto es prácticamente imposible. Prohibir lo único que parece lograr es un mercado negro o la mudanza a otro país frecuentemente con peores condiciones para las mujeres portadoras. Esto fue lo que sucedió en la India: cuando en 2015 reguló e introdujo restricciones a los pedidos internacionales generó que el negocio migrara a Nepal.

Así, hay quienes abogan por una concientización de los problemas que la comercialización de esta técnica implica para lograr así una disminución en la demanda. Pero la estrategia parece condenada al fracaso, ya que resulta muy difícil, si no imposible, autolimitar el propio interés en sociedades que permanentemente promueven la satisfacción inmediata de todo deseo.

Otros prefieren abogar por una regulación que trate el problema en términos de leyes laborales estipulando condiciones para llevar a cabo este servicio. La idea es evitar conductas explotadoras y buscar una adecuada protección de las mujeres gestadoras. Respuesta que, por un lado, no todos comparten y que, por otro, resulta muy complicada de implementar.

No menores son los desafíos cuando surgen problemas inesperados (bebes con enfermedades o algún serio problema de salud de la mujer) para los cuales los involucrados no están preparados y muchas veces no quieren hacerse cargo de la situación. Algunos de estos casos terminan en las cortes judiciales. El problema es que en el medio de la batalla legal quien queda olvidado es el niño. Aunque seguramente no está en la intención de los involucrados, los niños terminan siendo tratados, quizás inconscientemente, como commodities que pueden comprarse o venderse, y esto tiñe conductas y expectativas.

Lo que no debería perderse de vista en el debate sobre el tema es que la implementación de esta práctica debe proteger a todos los involucrados, pero especialmente a dos actores que pueden ser dañados o tratados de manera injusta e inapropiada: los niños que nacerán y las mujeres que llevan a cabo la gestación. ¿Podremos en tanto sociedad dar una buena respuesta a estos desafíos?

Fuente: La Nación - Por Florencia Luna - Directora de la Maestría Bioética (Flacso), investigadora principal (Conicet)