Harvard Yard, sede histórica de la universidad más
prestigiosa de Estados Unidos, tiene el aspecto idílico de costumbre, con la
estatua de John Harvard, primer benefactor; el alojamiento de los alumnos de
primer año; la biblioteca Widener, que tiene ocho kilómetros de galerías
subterráneas con más de tres millones de libros, y grupos de alumnos
atravesando el césped salpicado de árboles. Esta inefable usina de
conocimiento, fundada en 1636, es punto de atracción para los visitantes que se
acercan hasta Cambridge con veneración.
No muy lejos, en un área que concentra varios de los
hospitales más avanzados del mundo, está una de sus facultades más renombradas:
la Escuela de Salud Pública T. H. Chan, fundada en 1913 y que tuvo desde
entonces una participación protagónica en la escena sanitaria. Entre muchas
otras intervenciones, sus investigadores demostraron que las pequeñas
partículas contaminantes emitidas por los combustibles fósiles y el tabaquismo
de segunda mano son un riesgo para la salud; contribuyeron a disminuir un
tercio los errores y las complicaciones quirúrgicas promoviendo las listas de
chequeo; desarrollaron la terapia de rehidratación oral; probaron que las
grasas trans son dañinas, y fueron arquitectos del llamado Obamacare.
Esta semana se dictó aquí un seminario al que tuve el
privilegio de ser invitada y en el que participaron representantes de
organismos gubernamentales, prestadores privados, médicos y sanitaristas para
analizar los desafíos que enfrentan los sistemas de salud en momentos en los
que la prolongación de la expectativa de vida y los costos crecientes amenazan
su sustentabilidad.
Economistas, demógrafos, representantes de aseguradoras y
directores de hospitales desmenuzaron el problema y mostraron que, si se
pretende promover el bienestar en todas las etapas de la vida, alcanzar la
cobertura universal de salud, el acceso a servicios de calidad, medicamentos
esenciales y vacunas para todos, no hay una receta única ni sencilla. En
materia de sistemas sanitarios, no existe el prét-á-porter, hay que diseñar un
traje a medida. Si, como se calcula, entre 1990 y 2040 la proporción de mayores
de 65 pasará de poco más del 10 al 25% de la población (en Japón, esa cifra
alcanzará el 34,5% y en Cuba, el 30,2%) y las enfermedades no transmisibles
serán las de mayor impacto en la calidad de vida, todo indica que la atención
primaria deberá ocupar el centro del escenario. Esta modalidad "ofrece un
acceso más equitativo, mayor satisfacción de los pacientes y mejores
resultados", afirmó Rifat Atun, investigador en sistemas globales de salud
de la universidad y ex miembro del equipo ejecutivo del Fondo Global contra el
Sida, la Tuberculosis y la Malaria.
Algunos países ofrecen ejemplos de que la transformación es
posible. En Tailandia, en 2001 introdujeron la cobertura universal, enfatizaron
la inversión en atención primaria y los agentes de salud empezaron a ir a las
casas de los pacientes. Entre 2005 y 2012, Estonia, que cuenta con registros de
salud precisos de cada uno de sus 1,2 millones de habitantes, redujo
internaciones y maneja casi el 90% de los casos fuera del hospital, gracias a
una mayor participación de enfermeras bien entrenadas en las consultas y el uso
de tecnologías ampliamente difundidas, como el teléfono y el correo
electrónico. Con este enfoque, Costa Rica invierte menos y logra mejores
resultados que México y Brasil. Y este último logró grandes reducciones en
mortalidad prevenible.
Resolver esta ecuación tiene aristas que exceden lo
humanitario: diversos estudios indican que la salud es por lo menos tan
importante como la educación en la promoción de la riqueza. Si nuestros líderes
no entienden la importancia de esta agenda con el corazón o el estómago, habrá
que convencerlos con el bolsillo.
Fuente: La Nación (por Nora Bär)