Podemos seguir hablando de sedaciones. Lo cierto es que estamos
decidiendo acerca de las maneras socialmente admisibles de morir.
Por: José Ramón Cossío Díaz
(ministro de la Suprema Corte de Justicia de México)
El martes pasado, la Asamblea Nacional francesa aprobó la
ley que confiere a todas las personas el derecho a finalizar su vida digna y
tranquilamente. Los legisladores fueron cuidadosos en no señalar que se estaba
ante una solución eutanásica activa, en tanto el derecho conferido no implica
la entrega de un fármaco para terminar directamente con la vida de quien lo
ingiere; tampoco, aclaran, si se está ante una solución de tipo pasivo, al no
abrirse la posibilidad de suprimir la totalidad de los apoyos que a una persona
le permiten mantenerse viva. Lo que se quiso aprobar, dicen, es algo distinto.
La legislación francesa autoriza a que las personas mayores
de edad que padezcan una enfermedad incurable en fase terminal causante de
sufrimiento psíquico o físico insoportable, puedan exigir que se les aplique
una sedación profunda y continuada. Así mismo, se determinó que en tal caso y
si así lo desean, deberá retirárseles la alimentación y la hidratación
artificiales. Lo que, finalmente resulta es, dicho con alguna crudeza, que la
persona solicitante tiene el derecho a exigir que se le sede tanto como sea
necesario para fallecer. Es verdad que de manera directa no se está haciendo lo
necesario para que la persona muera, pero es claro que tal resultado se producirá
en condiciones y tiempo predecibles .
Más allá de lo legislado en Francia, en muchos otros países
existen soluciones que aunque tampoco se dirigen directamente a producir la
muerte del enfermo, claramente aceptan esa consecuencia como efecto de un hacer
autorizado y, en ocasiones, obligado. Por ejemplo, en diversas legislaciones se
prevé bajo el enunciado general de “cuidados paliativos”, que a los enfermos
terminales se les administren sustancias para aliviar su dolor, a sabiendas de
que con ello se les esté acortando la vida.
Entiendo que no es lo mismo darle a alguien un medicamento
para que muera, dárselo para que lo haga después de cierto periodo de
inconsciencia, o suministrar una droga lo suficientemente poderosa para aliviar
el dolor a sabiendas de que la vida habrá de reducirse. Sin embargo, queda
claro que todas esas acciones tocan el antiquísimo y fundamental problema de
cómo permitirle morir a quien ha perdido el deseo de vivir o, al menos, hacerlo
ha dejado de ser prioritario. Tal vez porque finalmente se trata de ello, de
morir, los dilemas éticos y religiosos hacen que el asunto todo sea tratado
eufemísticamente. Con un lenguaje que, al mismo tiempo, muestra y oculta, que
evoca, pero no termina por presentar crudamente todo aquello que está en juego.
Los lenguajes eutanásicos o paliativos al uso, tratan de configurar nuevos
fenómenos y soluciones, pero siempre sometiéndolos a los lenguajes de lo ya
conocido y aceptado.
La importancia de la decisión francesa o de la reciente
sentencia canadiense (Carter v. Canadá) tan completamente comentada el viernes
pasado en este diario por el profesor Rey, es que nos invitan a enfrentar una
vez más tan viejo problema a partir de dos buenos marcos jurídicos. Al volver a
hablar de las maneras en que los seres humanos podemos optar por morir como
parte de un proyecto integral de vida digna. Podemos seguir hablando de
sedaciones, medicaciones o efectos colaterales. Lo cierto es que, finalmente,
estamos decidiendo acerca de las maneras socialmente admisibles de terminar con
la vida ahí donde ella haya dejado de ser aceptable.
Fuente: El País